A propósito de los más de 300 años de vigencia de Voltaire

Por Alberto MoralesGutierrez

Allá, en el Museo de Louvre, en París, en ese patio gigantesco, el Cour Napoleón, en cuyo centro está instalada la emblemática pirámide de cristal por la que se accede, es fácil observar en los altos frontones de los edificios circundantes 86 estatuas que rinden homenaje a “los hombres ilustres” de esa Francia iluminada en los tiempos de la revolución.

La estatua número 33 es la de Voltaire, quien hizo parte de los pensadores de La Ilustración. Una vez dentro del museo, en el Cour Carrée, podrá apreciar usted otra escultura de Voltaire, ya anciano, a tamaño natural, exhibiendo una desnudez plácida y sin ningún pudor. Es una obra de Jean Baptiste Pigalle quien la esculpió entre 1772 y 1776.
A no dudarlo, Voltaire, quien fue un privilegiado casi en todos los sentidos, recibió de manera generosa el abrazo de la historia.
Hay quienes resienten tanta gloria. Asumen que hubo quienes tuvieron más méritos. La verdad es que esa escultura de Pigalle entrega señales sobre la dimensión de Voltaire.

En 1770 estuvo sesionando en la mansión de madame Suzanne Churchod, un círculo literario que reunía a lo más granado de la intelectualidad del momento. Su anfitriona fue la bellísima esposa del prestigioso banquero Jacques Necker. Ella tenía una idea que quería compartir con sus 17 invitados a la cena. Casi todos hacían parte de “la crema y nata” del pensamiento de esa época. Entre ellos, Diderot, D’Alembert, Gabriel Bonnot de Mably, Georges Buffon y Jean Françoise de La Harpe. Suzanne propuso “comisionar una estatua de tamaño real de Voltaire” y entregársela al personaje “en vida”. La propuesta no solo fue aprobada con entusiasmo, sino que se abrió la lista de posibles donantes a esta empresa, para que “los notables de toda Europa quisieran contribuir”.

Pigalle modeló la cara del filósofo trasladándose personalmente a su casa en Ferney, en la frontera con Ginebra, a 507 kilómetros de París. El talante de Voltaire se hizo evidente en la discusión que se generó en 1771, cuando Pigalle decidió que en la escultura, el filósofo aparecería desnudo. Hubo conmoción general. En una carta a D’Alembert, Voltaire fue inapelable con su argumentación: el artista debía tener plena libertad de decidir.

El tema se tornó complejo. La estatuaria griega vibraba con la desnudez de efebos, diosas, deportistas: todos con cuerpos perfectos, mientras la complexión desnuda y vetusta de un anciano podría resultar repugnante a los espectadores. Pigalle privilegiaba el homenaje a la inteligencia del maestro, a su pensamiento y a su obra. Todo ello trascendía su presencia física, e iba más allá de los límites naturales del tiempo.

El escultor la entregó en 1776, poco antes de la muerte de Voltaire, y se armó una especie de debacle con esta “rareza” que no tenía en dónde ser ubicada. Pasó años en el estudio del autor, y luego se entregó a los herederos del filósofo, quienes en 1806, la donaron a la Academia Francesa en donde estuvo oculta en alguna bodega. Fue solo en 1962 que llegó al Louvre, más de 150 años después.

Pero, ¿qué había hecho Voltaire a lo largo de su vida, para haber logrado, ya al final de sus días, ese monumental consenso a través de esta escultura, con la que tanto la intelectualidad de su época, como sectores de la nobleza, de la política y también del mundo de los negocios, lo celebraban?

¡Ser excesivo! Esa es la respuesta. Excesivo en sus luces y en sus sombras.

Se destacó como dramaturgo, historiador y poeta. Fue también novelista; un defensor apasionado de los derechos humanos; una voz resonante contra la opresión y la intolerancia. Fue también un dechado de defectos.

François-Marie Arouet: la desmesura epistolar
François-Marie Arouet, mejor conocido como Voltaire, escribió una considerable suma de cartas a lo largo de su existencia. Fueron un poco más de 20.000. Un personaje como Diderot, que lideró el proyecto de La Enciclopedia, solo escribió en su vida unas 2.600 cartas, mientras Rousseau apenas si superó las 3.000.

Voltaire vivió 84 años y las primeras cartas se remontan a sus 17. Si hubiese escrito una carta semanal, el número apenas llegaría a 3.618.

Se recoge en ellas una relación profunda de la personalidad del autor; su cotidianidad, sus reflexiones, alegrías e incertidumbres; sus certezas, deseos y frustraciones; sus aprendizajes e incoherencias; sus valentías, miedos y asombros. Es el universo íntimo de esta figura, que vivió con intensidad en un período de la historia denominado, “el siglo de las luces”.

François-Marie Arouet: lecciones de La Bastilla
De niño, cuando tenía apenas 10 años, lo internaron en el muy aristocrático Collège de Louis le-Grand de París. Esa institución fue fundada por los jesuitas en 1563 y tenía una clara orientación monárquica.

Françoise Arouet, su padre, un abogado destacado en el París de ese entonces, era un típico escalador social que tramitó sus jugadas de ascenso con cuidadosa precisión. De hecho, el hermano de Voltaire estudió en una escuela popular jansenista que era, en términos reales, la antípoda de la educación jesuítica. Papá Arouet jugaba a dos bandas.

Contrario a lo que se pensaba, Françoise-Marie no llegó a La Bastilla en 1717 como consecuencia de una acción revolucionaria. Tenía 23 años y su obsesión existencial era convertirse en un escritor notable, un dramaturgo excepcional. Trabajaba en ese entonces en la Comédie Française, obsesionado por dar forma a una versión de “Edipo Rey”.

Ocurrió que el duque D’Orléans, al asumir como regente luego de la muerte de Luis XIV, cambió el aburrido esplendor de la vida Versallesca por un ambiente animado, cultural y festivo. En medio de esa ebullición libertaria, empezó a circular la idea de que el duque, en consecuencia con las libertades hedonistas que preconizaba, tenía una relación incestuosa con su bella hija. Voltaire, presa de una ingenuidad inaudita, hizo circular sin firma unos versos divertidos que ponían en evidencia esa desmesura del regente. Fue fácil identificar la pluma del novel escritor. Estuvo encerrado durante 11 meses, sin juicio alguno y viviendo un tormento real. Transcurrido ese tiempo y merced a los esfuerzos de su padre, el regente conmutó la prisión por una detención domiciliaria.

Instalado en Châtenay, la casa campestre familiar, protagonizó un ejercicio de lambonería lamentable. Escribió varias misivas insistiendo sobre el error que se había cometido y haciendo profesión de lealtad al regente y a las autoridades. Pero la verdad fue que también reflexionó mucho sobre esa experiencia dolorosa y ya para finalizar el año 1718 (lo habían liberado en abril) dejó de ser Françoise Marie Arouet y se convirtió en Voltaire.

Ocho años después, en 1726, regresó a la Bastilla, pero solo estuvo 12 días. Tampoco fue por un acto insurreccional, sino por una confrontación subida de tono con un joven aristócrata insulso y prepotente. Se llamaba Rohan-Chabot quien, luego de un cruce de palabras altisonantes, envió a tres matones a que lo golpearan. Voltaire buscó a sus amigos aristócratas con la esperanza de una sanción, pero nadie movió un dedo. Allí aprendió una lección inolvidable: la aristocracia es un círculo cerrado que sabe establecer sus diferencias con los plebeyos. Voltaire, indignado, quiso hacer justicia y retar a Chabot a duelo. Enteradas las autoridades de su intención, lo arrestaron y 12 días después, lo exiliaron a Inglaterra.

Voltaire: dos años y medio en Gran Bretaña
Ya tenía 34 años. Lo que hizo allí fue una auténtica proeza. Superó el impacto de enfrentarse a una cultura diferente, a una lengua que no conocía, a severas dificultades económicas y, a una velocidad de vértigo, esclareció las diferencias entre esa sociedad y aquella en la que había nacido, para concluir que había llegado allí con la tarea de “aprender a pensar”. En tan solo cinco meses después de su llegada, empezó a hablar y a escribir en inglés con cierta solvencia. Deslumbró a todos sus interlocutores, se hizo cercano al poeta Alexander Pope, quien lo introdujo a los círculos de la intelectualidad inglesa: Jonathan Swift (con quien construyó una amistad auténtica), William Congreve, Colley Cibber, John Gay, entre otros. Se movió con gracia entre círculos de la nobleza y, desde luego, con el mundo editorial. Publicó en inglés su poema épico “La Henriada” y luego una edición de lujo que vendió muy bien no solo en los círculos del notablato, sino al público en general, recurriendo a promocionarla con carteles en las paredes, 200 años antes de que la publicidad tomara forma como una técnica. Huyó de Inglaterra en octubre de 1728 por circunstancias aún no esclarecidas, asociadas tal vez a temas de deudas o a algún desaguisado con alguien de la nobleza. Aunque llegó deprimido, agotado por el estrés y ejerciendo su compleja personalidad, ya estaba listo para convertirse en el Voltaire que llegó a ser.

A Voltaire la fortuna le sonrió
En abril de 1729 (habían transcurrido tan solo seis meses después de su llegada) hizo en compañía de su amigo Charles Marie de La Condamine una apuesta maestra y ganó en varias oportunidades, el gran premio de la lotería. La Condamine, que era un matemático notable, “detectó un vacío en el sistema de la lotería estatal” cuyo premio mensual era primero de 500.000 y luego de 600.000 libras. Voltaire, La Condamine y un grupo de amigos, lograban comprar un número de billetes suficientes como para garantizar la probabilidad estadística de acertar al número ganador. Lo hicieron durante más de un año. Voltaire supo multiplicar, con diversidad de negocios, la enorme suma de dinero recolectada: compró y revendió acciones de compañías recién constituidas, hizo préstamos a la nobleza y, con gran talento, organizó un grupo de banqueros y hombres de negocios que supieron aconsejarlo en sus inversiones. A su vez, pudo reclamar la herencia de su padre, quien había dispuesto que se le entregara a esa edad si demostraba buen comportamiento. Hubo también ingresos generosos con el triunfo de sus obras teatrales y consolidó una riqueza temprana que le dio total independencia para acometer el ejercicio pleno de su pensamiento y su talento. A lo largo de toda su vida adulta, gastó en exceso y ganó en exceso.

Voltaire: el pensador notable
En 1733 publicó en inglés sus “Cartas Inglesas”, 24 ensayos que abordan los más variados temas de sus asombros y sus aprendizajes en ese país: los cuáqueros, Lord Bacon, el señor Locke, Sir Isaac Newton (es sorprendente todo lo que aprendió de su visión), la comedia, el comercio, el parlamento, en fin. Su versión en francés, conocida como “Letras Filosóficas”, se constituyó, al decir del marqués de Condorcet, en la obra que marcó “el inicio de una revolución”. En 1738 publicó “Los elementos de la filosofía de Newton”, en coautoría con la prodigiosa Émile du Châtelet (quien fue su amante). La verdad es que toda su vida fue un enamorado irredento.

Hay consenso en el sentido de que la independencia adquirida con su notable fortuna le permitió “alzar la voz en favor de la tolerancia y todas sus batallas contra las injusticias”, aún en medio de la desaprobación de las autoridades.

Transitó por las cortes y recibió el abrazo de los reyes, el favor de los banqueros, la admiración y la envidia de sus pares y escribió y escribió y escribió como un desaforado. Fue un enciclopedista tardío pues se vinculó al proyecto cuando ya se habían publicado los primeros tres tomos. No fue un filósofo creador de una escuela de pensamiento, pero abordó temas trascendentales. Sus batallas contra juicios arbitrarios fueron emblemáticas. Faltó a la coherencia, fue obsequioso con más de un déspota, pero puestas sobre una balanza, sus luchas y textos esclarecedores tienen más peso que sus errores evidentes.

La decisión de instalarse en Ferney, en donde fue inmensamente feliz, marca una época. Llegó en 1758 a la edad de 64 años, y desde allí construyó su trascendencia. En Ferney escribió “Cándido” un bestseller colosal de gran impacto subversivo y vocación iconoclasta. Fue desde Ferney que lideró sus grandes combates y escribió algunos de sus textos más emblemáticos: “Tolerancia”, “El Diccionario Filosófico”, “El Ingenuo”, “Clamor de la Sangre Inocente”…También desde allí, a los 76 años, lideró en compañía de artesanos ginebrinos un lucrativo negocio de relojería. Fue incansable.

En la misma época escribió, en una carta a madame du Deffand, una frase lapidaria: “la gente que solo piensa a medias, solo vive a medias”.

Las inscripciones en el catafalco que soportaba su ataúd, resumen su existencia: «Poeta, filósofo, historiador, dio gran ímpetu al espíritu humano y nos preparó para ser libres». «Combatió a ateos y fanáticos. Inspiró la tolerancia. Reclamó los derechos del hombre contra la servidumbre y el feudalismo».

Su pensamiento, sus debilidades, sus hazañas, sus temores, sus logros; configuran una vida vivida intensamente; una vida real, humana y, decididamente reflexiva. Voltaire tuvo el poder de “inclinarse sobre sí mismo”, para conocerse, para mejorar, para cambiar de opinión, para asimilar nuevas creencias.